miércoles, 9 de julio de 2008

Nadie sabe para quién rescata

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El regreso de Íngrid Betancourt y otros 14 secuestrados a la libertad ha provocado un tsunami político intercontinental de tales dimensiones, que su primera consecuencia visible consiste en que le ha limitado al presidente Álvaro Uribe su libertad (valga la redundante paradoja) de decidir si se va o se queda otros cuatro añitos. La respuesta a la pregunta “si no es Uribe, ¿quién?” estaba resuelta hasta este miércoles 2 de julio, porque Juan Manuel Santos había hecho todos los méritos, en la medida en que ha sido el artífice del rosario de derrotas que hoy tiene a las FARC “pagando escondederos de a peso”.

Pero volvió Íngrid a la vida -así, a secas- gracias a la brillante operación Jaque, y el tablero de la política quedó patas arriba. Es sabido que el Ministro de la Defensa se muere de las ganas de ser Presidente, y sus resonantes triunfos militares apuntan a satisfacer esa ambición –así diga lo contrario, como buen político-, o sea que bastaría una palabra o guiño de su jefe inmediato para ser ungido. Pero una cosa es que sea el más indicado para recibir la tonsura de la sucesión presidencial, y otra que posea el carisma –que sí le sobra a Uribe- para enfrentar a Íngrid. Quizá para resolver esta carencia es que se ha hablado de la fórmula Santos-Betancourt, pero sería un matrimonio por conveniencia, en el que más temprano que tarde terminarían partiendo cobijas.

Juan Manuel Santos ha demostrado ser tan hábil estratega como Uribe, tanto en el ajedrez del conflicto armado como en lo económico (en un ámbito neoliberal, obvio), pero de ahí a que logre suscitar los mismos arrebatados sentimientos que despierta entre sus fans el Presidente cuando encorva ojos y parpaditos para encomendarse al beato Marianito, hay un largo trecho. Ello no significa que el ministro de las armas esté ‘negado’ para la Presidencia, sino que en el manejo de lo mediático aún le falta tomar el curso, de modo que al final de éste logre demostrar que la resurrección de Íngrid no atenta contra el nacimiento de su candidatura. Sólo en esas condiciones Uribe se atrevería a soltarlo al ruedo, sabiendo que su política de Seguridad Democrática no corre riesgo alguno en medio de una montonera electoral que sin él -y sólo sin él- se llenaría de candidatos.

Si por los lados del uribismo llueve, por los de la oposición no escampa. Basta ver por ejemplo la voltereta de Lucho Garzón (salto triple, vuelta de campana y muñeco a la lona), quien de coquetearle abiertamente al Partido Liberal pasó a lanzarle impúdicos piropos a Íngrid, manifestando estar dispuesto incluso a llevarle la maleta –a ella también-, como el mozalbete que en el baile de la cuadra se apresura a sacar a la pista a la más bella, para que nadie se la embolate. Y que conste que Lucho está en su derecho –aquí sí-, como Íngrid a su regreso de París lo estará de escoger al parejo que más le convenga, cuando comience a deshojar margaritas: Íngrid-Lucho, Íngrid-Gaviria (cualquiera de los dos), Íngrid-Mockus, Íngrid-Petro, Íngrid-Fajardo (hmmm…), Íngrid-Pardo…

A no ser que le dé por quedarse en su segunda patria y lanzarse más bien a buscar… ¡la Presidencia de Francia!, para lo cual también está habilitada. En cuyo caso Uribe podría retirarse a sus cuarteles de invierno (sin duda a preparar la campaña de 2014, aunque acogiendo las voces de quienes le aconsejan no perpetuarse en el poder), y Juan Manuel Santos comenzaría aliviado a buscar su propio(a) Vicepresidente(a). Pero falta ver quién hablará primero, pues si Uribe se lanza Íngrid tal vez preferiría no quemarse, y cualquier parecido con Juana de Arco sería simple coincidencia. Mientras que si es Íngrid quien decide lanzarse antes de que se pronuncie Uribe, éste tendrá que pensar más de una vez (y dos, y tres…) si será que se aguanta el gustico.

De cualquier modo, sin importar la decisión que uno u otra tomen, lo cierto es que a raíz de la liberación de Íngrid la política está –ahora sí- de alquilar balcón, y en el curso de los próximos meses podremos comprobar si parodiando el refrán popular, nadie sabe para quién rescata.

Torta para dos

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Al retirarse de la medición de audiencias de Ibope, los canales Caracol y RCN cayeron en la práctica conocida como "matar al mensajero", consistente en acusar a la persona que trae una mala noticia de ser la causante de la misma. En un contexto más doméstico, es como cuando el marido descubre que su mujer le pone los cachos en el sofá y vende el sofá.

Se trata de una medida de fuerza, de algún modo cercana a la coerción, pues esos dos canales solitos financian el 52 por ciento de las mediciones de sintonía. Y si bien el gerente de la empresa encuestadora, Ricardo Mariño, en entrevista con La W Radio afirmó que "Ibope no puede hacer nada más que llevar la verdad a sus usuarios y a la comunidad publicitaria", dejó una puerta abierta a la negociación (si es que es negociable la verdad) cuando consideró que espera "llegar a un acuerdo con los dos canales".

El enfado -que por lo visto pasó a mayores- tuvo su origen en el descubrimiento del agua tibia, pues no les gustó que dicha firma hubiera reportado un aumento de la penetración de la televisión por suscripción, algo que en la aldea global vaticinada por Marshall McLuhan se veía venir, disgústele a quien le disguste. Al cierre de esta columna no se sabía si la intempestiva renuncia de Álvaro García a la dirección de Noticias del canal RCN está relacionada con el mismo suceso, pero la coincidencia es llamativa (se dio el mismo día), en un medio hecho a imagen y semejanza de su dueño, el industrial Carlos Ardila Lülle.

La decisión que ambos canales tomaron de retirarse de Ibope es, a su vez, reflejo de la simbiosis que los hermana, pues no sólo comparten la torta publicitaria televisiva en porciones casi monopolísticas, sino que, en asuntos de contenido, se portan como siameses, de modo que si uno lanza 'Los protegidos', el otro ya tiene listo 'El cartel de los sapos'. Y para que no quede duda de su alianza estratégica, en la revista 'Caras' (de RCN) nos explican que lo que pasa es que "la mafia está de moda" (!).

No significa ello que hagan apología del delito, así cueste enorme trabajo entender el propósito de la "exclusiva" que el coronel Bayron Carvajal le concedió a Claudia Gurisatti para que fuera emitida -luego de intensa campaña publicitaria- el mismo día que la justicia produjo su fallo por la masacre de Jamundí, cual si el canal RCN hubiera hecho causa común con la defensa del reo. Significa más bien que han banalizado a tal punto la realidad nacional, que el propio codirector de EL TIEMPO Enrique Santos Calderón, refiriéndose a la 'parapolítica' en entrevista con la revista 'Cambio', a raíz de su cumpleaños 60, a la vez que reivindicaba a la prensa escrita por su papel de "destape, denuncia e investigación del fenómeno", se manifestaba extrañado porque "la televisión pasó de agache. No se entiende la actitud de los grandes canales de televisión".

Lo que tampoco se entiende es que, en lugar de haber tomado el reporte de Ibope como un campanazo de alerta que los obligara a lanzar una mirada autocrítica sobre su parrilla de programación (donde los culebrones mandan la parada), RCN y Caracol hayan preferido, cual virgen ofendida, arrancar sus cabellos en agonía e irse lanza en ristre contra el que les trajo la mala nueva. Es un hecho incuestionable que, ante una oferta de canales tan profusa y rica en matices como la que hoy muestra la televisión por cable -desde los que ofrecen "solo cine" hasta los especializados en deportes, noticias, historia, viajes, música, gastronomía o farándula internacional-, la audiencia colombiana está comenzando a descubrir que no hay melodrama que dure cien años, ni televidente que lo resista.

Y eso sin caer en odiosas comparaciones con lo que también pudiera un día acontecer en "la cosa política". Porque parecería harina de otro costal, pero no lo es. No del todo...

El Yidisgate y la verdad desnuda



“He volado demasiado alto con alas prestadas.”
Charles Van Doren

Hay dos películas que el Ministerio de Educación Nacional debería incluir con carácter obligatorio en el currículo académico: El dilema (Robert Redford, 1994) porque enseña a vivir dignamente, y Las invasiones bárbaras (Denys Arcand, 2003) porque enseña a morir ídem.
Hoy hablaremos de la primera, en atención al asombroso paralelo que brinda con el Yidisgate, referente a las dádivas que en 2002 habría recibido la entonces representante Yidis Medina para cambiar su voto de negativo a positivo, a favor de la reelección del presidente Álvaro Uribe.

El título original de la cinta es Quiz Show y alude al escándalo que se desató en Estados Unidos en 1958, cuando se supo que el más popular programa de concurso de la NBC (“Twenty One”) había acudido a una trampa para reemplazar a un concursante –Herbert Stempel- por otro de noble familia y mejor registro visual –Charles Van Doren-, con el único propósito de aumentar la audiencia. Stempel viene a ser como el Yidis de la trama, pues le prometen que le darán su propio programa de televisión si “se tira a la lona”, para lo cual debe responder equivocadamente a una pregunta sencilla: ¿Cuál película ganó el Óscar a mejor film en 1955? Él sabía que había sido “Marty”, pero le obligan a decir que “Nido de ratas” (On the waterfront), la ganadora del año anterior.

El asunto es que el hombre queda ‘ardido’ porque pasan los meses y no le cumplen el trato, y hace “17 llamadas” al canal, donde deja dicho en son de amenaza que “aquí va a pasar algo”, pero no le pasan al teléfono. Así que decide irse hasta la oficina del productor, Dan Enright, para decirle que “yo necesito volver a la televisión. Consígueme un programa o te arrastro conmigo a la mierda. ¡Hazlo, o todos sabrán del fraude!” Lo que Stempel no sabe es que lo están grabando, e incluso conservan las facturas del siquiatra que como ‘cortesía de la casa’ decidieron pagarle cuando lo echaron del programa, y que éste acogió de buena gana.

Mientras tanto, la atención nacional se desplaza hacia el nuevo concursante, Charles Van Doren (Ralph Fiennes, el de El paciente inglés), profesor de idiomas de la universidad de Columbia, quien se convierte en una especie de Joe Di Maggio del intelecto gracias a que semana tras semana responde acertadamente las más variadas y difíciles preguntas, a tal punto que su propio padre se sorprende cuando le escucha pronunciar en pantalla los nombres de los tres campeones mundiales de boxeo que precedieron a Joe Louis: “James D. Braddock… Max Baer y… y… ¿Primo Carnera?”.

Otro sorprendido es un joven abogado recién egresado de Harvard, Richard Goodwin, quien ocupa una ‘corbata’ como miembro del Comité de Supervisión Legislativa del Congreso y se entera de que Stempel presentó denuncia por fraude ante un Gran Jurado, y le da por investigar si será posible tanta belleza, sabiduría y talento en dicho programa. Así que comienza por preguntarle a Charles Van Doren si conoce la queja del concursante anterior, según la cual lo obligaron a perder para que él pudiera entrar, y éste manifiesta no saber nada al respecto.

Goodwin se dirige entonces a Stempel (un hombre emocionalmente inestable, interpretado a la perfección por John Turturro), quien le abre las puertas de su desordenada casa, le explica cómo lo hicieron perder y le dice que “el concurso es una farsa”, de modo que “si acabas con Van Doren, serás más famoso que el Sputnik”. Pero al investigador no le interesa perjudicar al exitoso concursante, pues incluso ha desarrollado hacia él una solidaridad de clase que terminará en amistad y servirá para tratar de protegerlo. Lo que quiere es llegar a la verdad, por lo que toca a las puertas del canal. Allí le hacen escuchar la grabación, le muestran los recibos de las “cinco sesiones semanales” con el siquiatra y le hablan del “estado de enajenación mental” del individuo, así como de su “rencor irracional” hacia el programa. Cualquier parecido con la realidad…

Cuando las cosas parecen haber llegado a un callejón sin salida, ante los reclamos que Goodwin le hace a Stempel por haber ocultado lo del siquiatra y lo del chantaje “(consígueme un programa o…”), éste decide autoinculparse –al mejor estilo Yidis, de nuevo- y contarle que “a mí me daban las respuestas”. De aquí en adelante la película de Redford adquiere la dinámica de una bola de nieve que arrastra todo a su paso, pues después de que el investigador le transmite a Van Doren lo que le ha dicho Stempel, vemos al catedrático atravesando por una crisis de conciencia que lo obliga a pedirles a los realizadores del concurso que ya no le den las respuestas, sino “sólo las preguntas”.

Pero aquí no para la cosa, pues faltaba la prueba reina: un concursante de años atrás, James Snodgrass (y aquí debemos anotar que todos los nombres y sucesos son reales) le entrega a Goodwin un sobre sellado, mientras le explica que se trata de un correo certificado que él mismo se envió un 11 de enero, 48 horas antes del programa en el que él concursaba, con las respuestas a las preguntas que le harían el día 13. Lo cual –puesto que estamos de parangón- nos remonta al video con la entrevista que Yidis había grabado desde un comienzo para Noticias Uno, contando lo que diferentes funcionarios del Gobierno colombiano le habrían ofrecido a cambio de su voto.

Es entonces cuando, a medida que la verdad aflora, queda claro por qué la película se llama “El dilema”. Porque llega el momento en que el hombre más querido y con mayor reputación comprende que el cerco se va cerrando en torno a él, y se ve ante la disyuntiva de seguir mintiendo o… quedar como un ‘cuero’. El propio investigador intenta confrontarlo con la verdad, mediante la narración de una anécdota familiar: un tío que le había sido infiel a su mujer confesó la culpa ocho años después, debido a que “le remordía la conciencia de haberse salido con la suya”. Y a continuación le entrega un citatorio para el Comité, advirtiéndole que “si quieres ser un caballero, pórtate como tal”.

En ese mismo contexto, Van Doren recibe la visita del presidente de la NBC , Robert Kintner, quien le pide firmar una declaración eximiendo de culpa al canal, a la vez que lo invita a convocar a los medios para negar cualquier implicación suya como concursante, no sin antes recordarle que “¿no te hemos tratado como a un miembro de la familia?”. Nunca se sabe si en tal condición también tenía comunicación directa con los hijos del Presidente (ni siquiera sabremos si éste tenía hijos), pero lo cierto es que el hombre firma el papel, aunque se niega a la rueda de prensa, pues cree que “no hay nada más sospechoso que un hombre que no ha sido acusado, declare su inocencia.”

Es sólo ante su padre –Mark Van Doren, doctor en Literatura- que se atreve a desnudar su drama interior, en un vibrante diálogo entre el íntegro moral y el pecador, que este breve espacio nos impide apreciarlo en su dimensión real, pero que remata de este modo:

- ¿Te pagaron entonces por engañar al público?

Y el hijo pródigo responde:

- Sí, padre.

Ya frente al estrado, el protagonista del escándalo lee una extensa declaración en la que reconoce que “le mentí al país sobre lo que sabía y sobre lo que no sabía”, y al final es felicitado por los miembros del Comité, quienes alaban su “espíritu gallardo”, su “valentía” y su “caballerosidad, con excepción de uno que se aparta de tanto aplauso porque juzga que “un hombre no puede ser felicitado por decir la verdad”.

En síntesis, El dilema (o Quiz Show) es una película con un guión soberbio, de hondo calado ético, que si pudieran verla todos los involucrados en el Yidisgate con seguridad provocaría un remezón en sus conciencias, pues trata de la importancia de ser honestos y de las complicaciones que trae el faltar a la verdad, en cualquier circunstancia de la vida.