lunes, 23 de julio de 2012

Un desquiciado para un país enfermo


Con relativa frecuencia se escucha que Colombia es un país enfermo, y la evidencia más notoria se presenta precisamente en la monumental crisis de la salud, que tiene hoy a las EPS en el ojo del huracán y al país devanándose los sesos ante la aparente imposibilidad de encontrarle pronta cura. Pero basta con aplicar ojo clínico para descubrir que dicha crisis es sólo uno de los síntomas de un mal mayor, donde la corrupción es el hilo conductor de lo que pareciera un cáncer que hizo metástasis en partes sensibles del organismo y amenaza con invadir todas las esferas.

Si nos pusiéramos en la tarea de averiguar el origen de la enfermedad, se tendría que empezar por hablar de un gobierno que encierra una terrible paradoja, pues fue el más prestigioso en toda la historia de Colombia y, a la vez, el más corrupto.
Se dirá que el enfermo no es el país sino el gobernante que propició tal estado de cosas, y no le sobra razón al argumento, pero se derrumba al comprobar que el hombre que gobernó rodeado de delincuentes de toda laya hoy conserva su prestigio intacto, de modo que la responsabilidad que le cabe por haberse rodeado de tan malas compañías le sigue resbalando como el agua sobre las alas de un pato.

Responsabilidad que también habría que achacarles a los medios de comunicación, como formadores y alimentadores de la opinión pública, pues son los mismos que ayer ensalzaban al sátrapa y se hacían los de la vista gorda ante las actuaciones de su camarilla (bastaba con tener una pizca de visión crítica para notar lo que una minoría bien informada venía advirtiendo), y ahora pretenden poner cara de sorpresa.

Un síntoma que bajo ninguna circunstancia se puede pasar por alto en esta auscultación del mal, es que dos de los más sensibles cargos relacionados con la seguridad nacional estuvieron a cargo de dos personas que hoy responden ante la justicia, a saber: Jorge Noguera en su condición de director del DAS (que dependía directamente de la Presidencia), condenado a 25 años de cárcel por concierto para delinquir, homicidio agravado y abuso de autoridad; y Mauricio Santoyo, jefe de Seguridad durante cinco años en el Palacio de Nariño (2002-2007), ad portas de afrontar un juicio en un tribunal de Estados Unidos por narcotráfico y vínculos con organizaciones criminales.

Este dúo dinámico de la seguridad se convierte en trío cuando a él se le suma el excomandante del Ejército, general Mario Montoya, acusado por el narcotraficante Juan Carlos 'El Tuso' Sierra y por otros jefes paramilitares de lo mismo que Estados Unidos acusa a Santoyo: de ser parte de la nómina de la Oficina de Envigado, entre otros delitos. De Montoya no sobra recordar que perdió su puesto cuando el entonces ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, tuvo el valor de destapar los ‘falsos positivos’, gracias a que contó con el apoyo del comandante de las Fuerzas Militares, general Freddy Padilla, aunque contrariando los deseos del presidente Uribe, quien hasta última hora ‘pataleó’ en su defensa.

He traído intencionalmente a colación el tema de los falsos positivos porque es la encarnación de un crimen de lesa humanidad que se creía erradicado desde los años del nazismo, conocido como genocidio, y que para el caso que nos ocupa consistió en la ejecución a sangre fría de miles de jóvenes inocentes para hacerlos pasar por bajas propinadas a la guerrilla.

Podría pensarse que se trató de casos aislados (más de 2.000, según cifras de Naciones Unidas) y que por tal motivo se descarta una “práctica sistemática”, pero no deja de retumbar en nuestros oídos las palabras cargadas de complicidad de Álvaro Uribe cuando en 2008, después de que se supo qué había pasado con los desaparecidos de Soacha, dijo que “esos jóvenes no propiamente estaban recogiendo café”, sin que hasta el momento se haya conocido retractación alguna por tan infame declaración, considerando que por el hecho ya hay oficiales y soldados condenados.

Complicidad que se extiende al presente, pues con motivo del lanzamiento del Frente contra el Terrorismo en el club El Nogal, a ese mismo Uribe se le oyó decir que “las víctimas (del terrorismo) no son sólo los civiles, son también los soldados afectados por una Fiscalía sesgada que ha convertido los falsos positivos en una estigmatización de los hombres héroes de la patria”. Con lo cual no sólo desconoce que hubo víctimas, en la medida en que descarga sobre ellas el peso de la culpa, sino que pretende hacer creer –en juego perverso que sólo cabe en una mente insana- que las verdaderas víctimas son quienes actuaron como victimarios.

Es un hecho irrefutable que dicho Frente contra el Terrorismo forma parte de la enfermedad arriba descrita, pues el país le ha dado patente de corso a un grupo de presión creado con la misión específica de impedir que haya paz entre los colombianos. Un grupo de fanáticos de la guerra que para el cumplimiento de su siniestro plan acude a un lenguaje primitivo y polarizador –al mejor estilo Joseph Goebbels-, y que como cuota inicial de su cometido pretende conducir al fracaso al gobierno de Juan Manuel Santos mediante la agudización de las contradicciones entre éste y las Fuerzas Militares, en lo que constituye una clara estrategia subversiva, pero que cuenta con el beneplácito general.

Un grupo además comandado por un expresidente que desde que le fue negada la posibilidad de un tercer período acusa serias alteraciones de personalidad, en circunstancia que a nadie parece importarle porque ya no se sabe quien está más enfermo, si el país que lo prohíja o el personaje que en una fase recurrente de su delirio pretende de nuevo erigirse en el Mesías (aunque ahora en cuerpo ajeno), secundado por los mismos malandrines que sólo ante un eventual triunfo de su proyecto político podrían ver salvados sus pellejos.

MORALEJA Y CONCLUSIÓN: “¿Será que tú y yo estamos locos, Lucas?”

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