viernes, 1 de marzo de 2013

Juan Manuel Santos, camino a su propia hecatombe





El dirigente liberal Horacio Serpa se preguntaba este miércoles 27 en un diario nacional, con justificada preocupación: “¿Dónde ocurrió la hecatombe?” (Ver columna). Pensé de inmediato en el Palacio de Justicia, tan mentado en los últimos días por cuenta de la esquizoide defensa del Estado colombiano que planteó el abogado Rafael Nieto Loaiza ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), según la cual durante la salvaje retoma del Ejército colombiano no hubo desaparecidos.

Pero no: Serpa no se refería a esa hecatombe, sino a la que viene ocurriendo con la imagen del presidente Juan Manuel Santos, que en el curso de las últimas semanas tuvo un súbito y pronunciado bajonazo. Y aunque podría pensarse que se trata de dos hecatombes distintas, una mirada analítica nos lleva a encontrar un hilo conductor entre ambas. Y vamos por partes:

Una hecatombe para los antiguos griegos traducía literalmente “cien bueyes”, que era el número de reses sacrificadas unas veces para honrar a sus dioses, y otras para aplacar su ira. Hoy la palabra es sinónimo de sacrificio humano, independientemente del número de víctimas.

Un primer dato cercano a la coincidencia es el número de ‘sacrificados’, que para el caso del Palacio de Justicia fue de 109, según el Diario Oficial de la época, en cifra que incluye a 11 víctimas cuyos cuerpos no han aparecido, incluidos dos a los que se les ve salir en compañía de soldados: el magistrado Carlos Horacio Urán (ver video) y la guerrillera Irma Franco. De esta última nada se ha sabido, mientras que el cuerpo de Urán apareció al día siguiente con un solo tiro de gracia entre los restos humeantes del tercer piso del Palacio de Justicia, lo cual haría pensar que tal vez se le escapó al Ejército con la intención de regresar a buscar algo que había olvidado en su oficina…

No sabemos cómo hará el presidente Juan Manuel Santos para escapar a sus propias palabras, pero lo cierto es que en la conmemoración de los 25 años del holocausto, el 4 de noviembre de 2010, reconoció públicamente que entre las víctimas hubo “al menos 12 personas de las que se desconoce su paradero”, y a renglón seguido afirmó: “no podemos olvidar tampoco a aquellos sobre los que no se tiene noticia cierta de su paradero, cuya realidad debe conocerse, por el bien moral de nuestra sociedad y de nuestro Estado”.
Una interpretación benevolente de la revista Semana indica que “la línea de defensa (fue) una escogencia del gobierno, como respaldo a los militares”, en consideración a que “salvo en su discurso frente a los familiares de las víctimas en 2010, el presidente Santos siempre ha cerrado filas con los militares en este proceso”. (Ver artículo).

La preocupación se acrecienta al observar que el mismo manejo esquizoide se palpa en el manejo que el gobierno le está dando al proceso de paz, donde asume como propios dos discursos contradictorios, uno conciliador en la mesa de La Habana y otro beligerante y descalificador desde Bogotá, particularmente en boca del ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón. Aquí, como en la escogencia de Nieto Loaiza para lo del Palacio de Justicia, se advierte la directriz gubernamental de no irritar al estamento castrense.

Si de hecatombes se ha de hablar, la memoria nos impide olvidar otras dos que también deberían estremecer hasta los tuétanos la hoy adormecida sensibilidad nacional: el exterminio de la Unión Patriótica, con más de 3.000 asesinatos selectivos, y la matanza de más de 2.000 jóvenes a manos de miembros del Ejército, en lo que eufemísticamente se ha conocido como ‘falsos positivos’.

Esto de habernos acostumbrado a la brutalidad ya forma parte de la esquizofrenia colectiva, pues resulta inaudito que frente a tan grandes tragedias sigan siendo la impunidad y la indiferencia de la opinión pública las que se han impuesto, permitiendo así que los victimarios eludan la acción de la justicia y sigan obrando a sus anchas, respaldados por la omisión o la negligencia cómplice del Estado (o sea de los sucesivos gobiernos) en las últimas tres décadas.

La crisis de imagen que hoy vive el presidente Juan Manuel Santos podría estar de algún modo ligada a lo anterior, pues esa marcada propensión a querer quedar bien a la vez con Dios y con el diablo, podría estar contribuyendo a germinar la semilla de su propia hecatombe.

Santos sin duda tiene toda la intención de hacer un buen gobierno, y en muchas cosas lo está logrando. Pero al respaldar sin pudor la tesis según la cual en el Palacio de Justicia no hubo desaparecidos (en claro irrespeto a las víctimas y complicidad con los victimarios) se estaría demostrando que este tampoco fue el mandatario que se atrevió a ponerle el cascabel al gato.

Y es quizá por eso que el gato, hasta donde indican las encuestas, le está ganando la partida.

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