lunes, 30 de marzo de 2015

No me crucifiques, Alejandra




El pasado jueves 19 de marzo, un día después de haber publicado la columna “Serpa podría perder el bigote”, recibí de Alejandra Azcárate en mi cuenta de Twitter un cuarteto de Mensajes Directos (DM) que agrupados en uno solo decían esto: “Querido Jorge; gracias por tu generoso comentario sobre nuestro trabajo en el programa. Opiniones como las tuyas con tan amable descripción, "dos atropelladas presentadoras", son los que nos motivan para mejorar cada día más, en un formato que apenas estamos comenzando con mucho esfuerzo. Ojalá logremos ofrecer un producto de calidad que esté a la altura de tu gusto. Gracias”.

Alejandra se refería a un pasaje de esa columna donde de refilón dije que durante el programa ‘Descárate sin evadir’ (en compañía de la igualmente bella y talentosa Eva Rey), a Horacio Serpa “se le vio en el lugar equivocado, con dos atropelladas presentadoras que hasta lo pusieron a declamar un poema erótico”.

Del DM citado, dos cosas palpé: la primera, que a Alejandra le dolió en el alma lo de “atropelladas presentadoras”; y la segunda, que estaba ante una persona inteligente, que asimiló el golpe a su ego y respondió con su acostumbrada habilidad para la ironía, en el más ‘British style’. Ahora bien, llamó mi atención que cuando quise responderle había configurado su cuenta para impedirlo, y eso me pareció “una guachada”, como dicen las señoras bogotanas.

El ramillete de mensajes de mi apreciada y nunca bien ponderada Alejandra llevaba una carga agridulce, pues me sentí halagado con su atención –así hubiera sido efímera-, pero a la vez cometió el feo desplante de impedir que yo le respondiera, como diciendo “ni me mires, ni te acerques”. En otras palabras, me hacía objeto de su desprecio, con lo cual dejaba ver una actitud intolerante ante lo que no pasaba de ser una ‘crítica constructiva’ a su programa de entrevistas.

Diría entonces para compaginar con la Semana Santa que me sentí crucificado con su silencio, y fue entonces cuando juzgué pertinente evocar una columna que escribí en 2008, titulada La crucifixión rosada de Alejandra Azcárate, donde denunciaba la actitud intolerante del entonces magistrado del Consejo de Estado Alejandro Ordóñez (en representación de un grupo de católicos ofendidos) por unas fotos de la revista SOHO donde ella aparecía personificando a Jesucristo crucificado.

Las fotos desataron la ira divina de Ordóñez, quien alegando “daño o agravio a las personas o cosas dedicadas al culto” (artículo 203 del Código Penal) quiso meter a la cárcel al escritor Fernando Vallejo, al director de la revista SOHO, Daniel Samper Ospina, y a los ‘modelos’ allí retratados, entre ellos (y ella) el magistrado Carlos Gaviria. En esa ocasión dije que “la ofensa no estaría en que la recreación gráfica de La última cena o de La Crucifixión puso a un hombre desnudo, sino en que remplazaron a Jesucristo por una mujer torsidesnuda. Eso llenó la copa y despertó la ira de un fanatismo ciego, incapaz de tolerar que la imagen intrínsecamente masculina de su Dios hubiese encarnado en un cuerpo femenino, así se tratase de un cuerpazo”.

Para no salirnos del tema, fue ante la comunicación unilateral que estableció Alejandra con el suscrito, de esas que no permiten feedback, cuando consideré estar en el derecho y el deber profesional de ampliar en esta columna mi apreciación sobre ese ítem que tanto la había martirizado.

Con la misma santandereana franqueza que se le conoce a su primer entrevistado, debo reconocer que quizá me precipité al hablar de “atropelladas presentadoras”. Para entrar en el terreno picante que las caracteriza, digamos que fueron los nervios de la primera vez los que de pronto las hicieron lucir un tris atropelladas, no al punto del coitus interruptus pero sí del corto circuito, como cuando sentaron a Endry Cardeño al lado de Serpa y este no sabía con quién estaba tratando, si con un hombre o con una mujer, pero hacía un gran esfuerzo para no lucir en el lugar equivocado.

De todos modos, el gran acierto de esa primera emisión estuvo en que lograron que Serpa apostara a que se quita el bigote si el próximo alcalde de Bogotá no es Rafael Pardo, y quince días después -o sea el domingo pasado- remataron la faena con limpia estocada llevando al propio Pardo y convenciéndolo de dejarse el bigote durante cuatro meses si no sale elegido.

Ahí ya se les vio jugando de locales, más desenvueltas tras haber cogido cancha, enfrentadas a un Pardo al que parecía que iban a hacer trizas con su cítrica seriedad, pero este se les puso dicharachero cuando les contó que se había sometido a un trasplante de carisma y con ese rollo las tuvo y les salió hasta carismático, repentista y punzante. De las tres entrevistas a políticos que han hecho, fue la mejor.

Pero hay algo que sigue sin cuadrar y, a la espera de no ganarme un nuevo sarcasmo, diría que es el formato: una mezcla rara de caviar con hamburguesa, que en la primera media hora muestra a un político y en la segunda a una actriz de la farándula criolla. Y ocurre que quienes van por lo superficial –que son la mayoría- no se esperan a que termine el político y cambian de canal, y durante la entrevista al político empiezan con la minoría ilustrada, que también cambia de canal cuando aparece la chica de la pantalla ídem.

No es fácil predecir si con el paso de los días se quedarán con uno de los dos segmentos (farándula o política), pero es de caballeros desearles una mejoría en el rating, sobre todo al verlas enfrentadas a tan aguerrida competencia.

Sea como fuere, mi admonición de Semana Santa es para Alejandra: arrepiéntete de tu desdén, pecadora. Bájate del pedestal de sobradita desde el que me hablaste y dígnate confrontar pareceres de tú a tú con este humilde pedestre.

DE REMATE: Si alias 'El Desalmado' logró fugarse, es porque sabe más de la cuenta sobre el crimen de los cuatro niños en Florencia. No quieren que hable, y ahora deberá cuidarse de los que quisieron liberarlo. Caracol contó que el cortafrío encontrado en el piso era de utilería: estaba oxidado. Apagaron la luz como parte de la coartada, pero los dos rotos en sendas mallas se los habían abierto antes. Muchos cooperaron. ¿Quién pudo desplegar semejante parafernalia logística para el operativo de fuga? Elemental, mi querido Watson…

La última cena de Alejandra

Aleja se aleja

martes, 24 de marzo de 2015

Ni me mires, ni te acerques




“Un manotazo duro, un golpe helado, 
un empujón brutal me ha derribado”.

El tema de esta columna podría parecer de índole personal, pero no lo es del todo. Intenta describir el sentimiento de impotencia y abandono que se vive cuando eres víctima de un robo en el que no te sacan puñal, no se meten a tu casa, no invaden tu vehículo, incluso parecería que pones de tu parte para que el robo se consume.

Ocurrió el pasado viernes 20 de marzo en un cajero automático, no importa la ciudad ni el lugar. Eran cerca de las 6:30, comenzaba a caer la noche, yo tenía prisa porque parecía que iba a llover, y me faltaba ir a una papelería cercana a imprimir las 135 páginas de un libro que acababa de terminar. Eso me tenía contento. Había un tipo dentro del cajero, separado por una puerta de acrílico transparente, y pegada sobre el andén una moto con su conductor, quien parecía esperar al que hacía la transacción y me miraba fijamente.

Hubo un momento en que tuve el impulso de seguir hasta la papelería y luego regresar, pero me preocupaba que a mi regreso hubiera más gente en el cajero. No haber obedecido a ese impulso es algo que no dejo de reprocharme. Estando ahí comencé a notar que el ocupante se demoraba más de lo debido, y en esas llegó una señora conocida que trabaja en la misma cuadra donde está el cajero. No habíamos pasado del ‘¿cómo le va?’ cuando el tipo salió con un fajo de billetes y yo, como todo un caballero, dejé pasar primero a la dama. El que acababa de salir no se fue sino que se quedó a mi lado, me dijo que el cajero estaba poniendo problemas y que le faltaba hacer “una última cosita”. En ese momento debí haber sospechado, pero mi mente estaba en otra cosa, en la emoción del libro recién terminado.

Ahora tengo claro que el fajo de billetes en su mano tenía la misión de infundir confianza. La señora salió y mientras nos despedíamos el tipo volvió a entrar al cajero, comenzó a quejarse de nuevo y me dijo “entre a ver si a usted sí le funciona”. Tenía una sonrisa de persona amable. Yo ingresé, metí mi tarjeta en la ranura y algo debió haberle hecho al cajero, porque justo después de que tecleé mi contraseña apareció el letrero “transacción declinada”. En ese momento el hombre se metió sin darme tiempo a reaccionar, retiró mi tarjeta mientras decía “déjeme ver pruebo con la mía”, y supongo que fue ahí cuando en un acto de prestidigitación se quedó con ella y me entregó una falsa, aunque de idéntico color y del mismo banco.

Por supuesto que a él tampoco le funcionó la que metió, pues se trataba de una pantomima. El hombre se fue, no sé si en compañía del de la moto, no miré para atrás. Hice otros dos intentos infructuosos y, pensando que el problema era del cajero, guardé en mi billetera la tarjeta (recuerdo que me pareció desgastada pero ni por esas entré en sospecha), y me fui a la papelería a lo del libro. Estando en esas mi celular sonó dos veces, en señal de mensajes o notificaciones, pero no le paré bolas, estaba ocupado en otro asunto. Cuando miré ya era tarde, e indicaba en dos ocasiones consecutivas que “su retiro en cajero automático fue aprobado el 20/03/15 por valor de $400.000…”, etc.
 
Si hubiera mirado cuando entró el primer mensaje tal vez habría podido frenar el desfalco, pues el cajero estaba a unos cien metros del lugar. Sea como fuere, salí corriendo para allá y cuando llegué ya no había nadie, y había comenzado a llover, y el mundo se me vino encima cuando al consultar el estado de mi cuenta por Internet descubrí que en menos de cinco minutos el maldito estafador había hecho cuatro retiros de $400.000, para un total de $1’600.000.

Justo el día anterior había escrito esto en mi muro de Facebook: “Somos esclavos del azar. Uno puede estar muy preparado y tener todo bajo control, pero un ramalazo del azar puede transformar todo en un santiamén”. Pues bien, esa cita con el azar (no con el destino, otro invento de origen religioso) me advirtió que si yo hubiera llegado cinco minutos antes o cinco minutos después no habría perdido ese dinero. Y el embaucado habría sido otro, u otra, o ninguno, en cuyo caso tendría razón una amiga mía cuando dijo que el tipo me vio cara de... y no digo la palabra porque estoy ante un respetable público.

Ahora se viene un dispendioso proceso de reclamación ante la entidad bancaria, en busca de dilucidar una posible falla en la seguridad que hubiera permitido manipular el teclado o algún  otro componente para que ese sujeto se hubiera apoderado de mi contraseña.

Hoy escribo esto y no el tema que originalmente iba a tratar (respuesta a una elegante queja de Alejandra Azcárate por mi última columna) y lo asumo como una catarsis para exorcizar el malestar que me invadió hasta lo más profundo del epidídimo, no tanto por el duro golpe que le representó a mis finanzas como a ese orgullo herido que carcome desde la nuez del remordimiento y te aplasta el ánimo cuando comprendes en dolorosa revelación que caíste en la trampa como un imbécil.

Si alguna moraleja o lección se puede sacar de todo esto, es que uno no debe permitir la más mínima distracción frente a un cajero, y ante el primer extraño o persona conocida que aparezca la reacción siempre debe ser la misma: ni me mires, ni te acerques.

Y que sirva de lección para todos, esperanzado en que de ese modo me perdonen por haber usado este espacio en desahogar mis cuitas por la ocurrencia de tan ‘azaroso’ trance.

DE REMATE: La mejor prueba del estado de postración en que ha caído la justicia colombiana es que Jorge Pretelt no se defendió alegando, sino tratando de demostrar que los demás magistrados son tan cochinos como él. Como dijo María Jimena Duzán en su última columna, "el espectáculo no pudo ser más repugnante, indigno hasta para las ratas de alcantarilla".


miércoles, 18 de marzo de 2015

Serpa podría perder el bigote




Antes del domingo pasado, Horacio Serpa solo había apostado una vez su bigote. Fue cuando en la campaña para la consulta del Partido Liberal en 1994 apostó con Juan Gossaín, de RCN Radio, a que su candidato Ernesto Samper sacaba más del 55 por ciento de los votos. Y obtuvo el 55.5, o sea que salvó su mostacho por un pelo. (Falta saber qué ganó Serpa de Gossaín, pues una apuesta es entre dos).

La nueva apuesta ocurrió este domingo 15 de marzo en la primera emisión del programa “Descárate sin evadir”, también de RCN, con Alejandra Azcárate y Eva Rey, donde esta última le propuso una apuesta: que se quitara el bigote si su candidato a la alcaldía de Bogotá, Rafael Pardo, no salía elegido. Y él aceptó el reto, y digamos de refilón que se le vio en el lugar equivocado, con dos atropelladas presentadoras que hasta lo pusieron a declamar un poema erótico.

Serpa de todos modos tiene motivos para ser optimista en su apuesta, porque Pardo empieza como candidato de dos partidos, Liberal y de La U, sumado a que en las encuestas cada vez se le acerca más a Clara López.


Sea como fuere, no me disgusta para nada la idea de que Rafael Pardo sea el próximo alcalde de Bogotá, pues lo que necesita la capital de Colombia es un ejecutivo serio y responsable, sin veleidades políticas que le enreden el andar, y él reúne sobradamente estas condiciones. Es un hombre más técnico que político. De otro lado, inspira la confianza que no transmite Clara López, quien tiene como encargado del tejemaneje político a Jaime Dussán, el mismo que en la campaña de 2008 logró derrotar la precandidatura de María Emma Mejía (pese a que ganaba en las encuestas) mediante una jugada maquiavélica: logró que el Consejo Nacional Electoral definiera la consulta del Polo como interna, no abierta. Esto se tradujo en que cualquiera que quería votar por el candidato de su preferencia tenía que estar afiliado a ese partido, con lo cual sacó corriendo a todos los que en los estratos más altos simpatizaban con María Emma, pero por nada del mundo se iban a matricular como militantes del Polo para votar por ella.

¿Y, quién salió elegido alcalde gracias a esa artimaña electoral? Samuel Moreno Rojas. Y si hubo un artífice de esa candidatura, fue el mismo Jaime Dussán que hoy funge como estratega componedor de la campaña de Clara, y estos dos a su vez se enfrentan al sector MOIR que comanda el senador Jorge Enrique Robledo, o sea que ni siquiera unidad programática se puede esperar en caso de que el PDA recuperara la alcaldía.

Pero me estoy saliendo del tema, pues se trata es de explicar por qué creo que Horacio Serpa podría perder su bigote el próximo 25 de octubre. Hoy en la arena de esta contienda se dejan ver además de los ya citados, Francisco Santos por el CD, Carlos Vicente de Roux y Antonio Sanguino por los verdes, Hollmann Morris por Progresistas, Martha Lucía Ramírez por los conservadores y Enrique Peñalosa por Cambio Radical.

De ese ramillete de ocho deberían quedar por mucho tres en la recta final, pues en un escenario copado de opciones se repetiría el fenómeno Petro pero desde la otra orilla, encarnada en el díscolo e hiperactivo ‘Pachito’ Santos, quien podría colarse con un 30 por ciento de los votos, que los tiene desde el partidor. Y ese sería el peor escenario para el país, para la paz, para Bogotá y para su primo el presidente, con semejante caballo de Troya de Uribe instalado en la Plaza de Bolívar.

Si de coaliciones se ha de hablar, es previsible que Ramírez y ‘Pacho’ terminen compartiendo cobijas, mientras que la izquierda persistirá en su empecinada división suicida –petrismo versus Polo-, así que la carta del triunfo habría que buscarla por los lados del centro político, suponiendo que en el propósito de “salvar a Bogotá” pudieran ponerse de acuerdo los liberales, los verdes, y los radicales: Rafael Pardo, Carlos Vicente de Roux (no Sanguino, a quien le falta ‘cancha’), y Enrique Peñalosa.

En este escenario hipotético podría pensarse en una consulta popular entre los tres, donde los dos coleros le brindaran su decidido apoyo al ganador, de modo que de esta atractiva emulación surgiera un trío imbatible. Esta fórmula ya se empleó exitosamente en 2010 entre Peñalosa, Lucho Garzón y Mockus, y si no hubiera sido porque a este último se le fueron las luces, Santos no habría sido el presidente.


Un aspecto adicional que debería entender Peñalosa es que su nombre polariza, en parte porque la gente lo percibe culpable de haber preferido Transmilenio al metro, y en parte por ese rabo de paja que exhibe en su profesa admiración a Uribe Vélez. Por ello, su mejor contribución a la ‘salvación’ de la ciudad sería si manifestara su apoyo a uno de sus dos rivales, de modo que se nos invitara a escoger entre Pardo o de Roux, con la casi plena seguridad de que quien salga escogido en dicha consulta será a su vez el próximo alcalde de Bogotá.

Es aquí donde llega uno a pensar que si Serpa se le midió a tan atrevida apuesta, es porque sabe dónde ponen las garzas. Además, no tendrían por qué fallarle las matemáticas: los votos de dos partidos con músculo político (Liberal y de la U) suman más que los de la Alianza Verde, si bien los de Cambio Radical más los de opinión podrían inclinar la balanza hacia cualquier lado. Sea como fuere, el osado apostador quizá no contempló la posibilidad de que mucha gente que iba a votar por Pardo se abstenga ahora de hacerlo, solo para satisfacer la inmensa curiosidad de conocer a Horacio Serpa sin bigote…

DE REMATE: Lo que está pasando con la empresa Uber en Bogotá no tiene presentación desde el terreno de la tan cacareada libre empresa. El gobierno se puso a favor de los taxistas porque estos manejan muchos votos y pueden paralizar la ciudad cuando les venga en gana, pero no pueden utilizar ese poder político y de presión para tratar de aplastar a la competencia.

En Twitter: @Jorgomezpinilla

miércoles, 11 de marzo de 2015

El trabajo intelectual es la puta del paseo




Hace algún tiempo una amiga de origen guajiro que vive en Europa me contactó por Facebook para pedirme un favor: que si yo que escribía “tan bonito” le podía mirar y corregir un artículo que había escrito para una revista española. Era el comienzo de un sábado, día sagrado para el suscrito, pero por tratarse de una amiga decidí dedicarle unos minutos a complacerla en la revisión de lo que supuse serían dos o máximo tres páginas.

Pero cuál no sería mi sorpresa cuando comprobé que el tal artículo no tenía dos ni tres ni cuatro sino… ¡nueve páginas! Mejor dicho, no era un artículo sino un ensayo sobre las artesanías Wayuu. Ya no podía echarme atrás porque me había comprometido, y mi error fue no haber preguntado antes por la extensión del “artículo”, así que acometí la ardua tarea pero me prometí a mí mismo que algún día habría de escribir (con voz lastimera, en la medida de lo posible) una columna que se titulara “El trabajo intelectual es la puta del paseo”.

Digamos que eso fue ‘la tapa’, como dicen las señoras bogotanas, pero me sirvió de acicate para hablar hoy sobre el karma del que adquiere fama de buen redactor, al que todo el mundo le cae para pedirle que si por favor pudiera revisarle esto o aquello, y el modo en que lo plantean conlleva cierto chantaje: comienzan por decir “usted que escribe de forma tan admirable”, y asumen entonces que uno debió quedar agradecido con lo que dijeron, y es cuando mandan el sablazo: “esto que escribí, me gustaría conocer su opinión y cómo lo podría mejorar”, etc. (Y hay que ver la cara lastimera que ponen, que es en últimas la misma que yo estoy poniendo ahora).

Recuerdo que cuando iba en el comienzo del cuarto párrafo de esta columna caí en cuenta de que la metáfora del título no era la acertada, pues las putas cobran por lo que hacen, mientras que a uno (¿o debo decir una?) le quieren pagar con cariñitos falsos, como si el hecho de que le digan que escribe bien sirviera para pagar el arriendo. Es la triste condición del que regala su trabajo, peor que la de meretriz, porque al menos las fufurufas salen reconfortadas en lo monetario.

Ahora, pregunto: ¿Acaso el amigo del odontólogo le dice “tú que eres tan buen profesional de la salud, hace días vengo con una muela destemplada, será que tú…”? ¿O el vecino del albañil le alaba el buen uso de la plomada para pedirle a continuación que si le levanta gratis una pared? ¿O el que dibuja bonito está obligado a hacerles retratos a los hijos de sus amigos a cambio de que le elogien su fino trazo o el exquisito manejo de la perspectiva?

El problema se ha agudizado desde que existe Facebook, porque ahora los aspirantes a Pulitzer de periodismo o a Nobel de literatura ya ni siquiera esperan a que les diga si tengo tiempo de “mirar” (y mirar es corregir, por supuesto,) sino que asumen que uno es algo así como el Mahatma Gandhi de la redacción y de una vez le van enchufando sus escritos, y si uno les dice que no queda como cualquier presuntuoso y camorrero Nicolás Gaviria.

La culpa del lastimero tono que estoy exhibiendo no obedece solo a lo anterior, sino a que esa perversa propensión a creer que el trabajo intelectual es gratuito se ha extendido también a mi profesión, y eso es algo que… ¡ay, no resisto más!

Aquí donde usted me ve, hace diez años vengo escribiendo columnas gratis primero para El Tiempo, luego para Semana y ahora para El Espectador. Lo más cruel es que solo en este último caso se justifica, pues es sabido que El Espectador –que renació de sus cenizas- hace honor a su lema según el cual “la opinión es noticia”, y esto se traduce en que bate récord mundial como el que más columnistas tiene por kilómetro cuadrado en todo el planeta, de modo que si les pagaran a todos, el periódico se quebraría al día siguiente. Lo cierto es que les pagan a los columnistas del diario impreso, y que estos no tienen motivos para quejarse.


El intríngulis sin embargo reside en que poderosos medios que sí tienen con qué pagar a todos sus columnistas así fuera una suma simbólica, asumen que les pagan con el prestigio de aparecer en sus páginas, en lo que me recuerda al dueño del restaurante que quiere que el músico toque gratis en su establecimiento para que los clientes conozcan sus composiciones y así se haga “más famoso”, que es como si el músico lo invitara a su casa a cocinarle gratis a ver si así sus comensales se animan a visitarle el restaurante.

Siempre me he preguntado por qué a los caricaturistas (que hacen lo mismo que yo, opinar) sí les pagan su trabajo, siendo que se divierten más y se demoran menos, y no por ello los estoy tildando de precoces. A una buena cantidad de columnistas, por el contrario, una buena cantidad de medios se da el lujo de no renumerarles su talento, su esfuerzo intelectual y su gasto de tiempo, y si estoy equivocado que levante la mano y tire la primera piedra el primer caricaturista que hoy esté regalando su trabajo.

Pero no se trata de llorar sobre la leche regalada sino de sentar una enfática (aunque lastimera) voz de protesta por esta situación a todas luces anómala, frente a la cual se requiere generar conciencia y congregar voluntades que aporten a la búsqueda de una solución urgente a tamaña injusticia, de modo que en el campo del periodismo y la producción intelectual dejen de tratarnos como las putas del paseo.

¡Columnistas de todos los países, uníos!

DE REMATE: Lo que está ocurriendo con la Corte Constitucional excede los límites de la vergüenza. Un ganadero que llega allá a hacer negocios y a pedir coimas, y cuando lo atrapan se atornilla en su puesto. Con razón el magistrado Luis Ernesto Vargas dijo que “la Corte está de luto”. Requiescat in pace.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Hay que abolir el matrimonio



“Las cosas son como son y no como deben ser”.
Autor anónimo


La principal contradicción que encierra la férrea oposición de Viviane Morales a la adopción de hijos por parejas homosexuales es que quien enarbola esta bandera proviene de una familia disfuncional, en cuanto se aparta del modelo que ella misma propone a seguir como “familia óptima”. Esto en parte tiene que ver con lo cuenta Yohir Akerman en su primera columna para El Espectador, respecto a que tiene una hija de su primer matrimonio con el pastor cristiano Luis Gutiérrez, “que orgullosamente pertenece a la comunidad LGBTI”.

No es que Akerman ni Claudia López ni el suscrito pretendan meterse con su familia –sin duda respetable y honorable-, sino que en su propio nicho familiar germina la antítesis que destruye su propuesta, y la deja en uno de dos planos posibles: una fe religiosa ligada a la ceguera (tratándose de una tesis que discrimina a su propia hija), o un cálculo premeditado sobre el caudal de votos que una postura con tan alto ‘rating’ le puede aportar a su carrera política. Esto podría ser en últimas lo que la mantiene aferrada a la convocatoria del plebiscito, pues le significa subirse al Jumbo de una mayoritaria visión católica de tinte homofóbico a la que se le suman las iglesias cristianas, incorporada a fuerza de púlpito en las mentes de una población ignorante e ignorada de la mano de Dios desde los tiempos de la colonia española.

Lo cierto es que asistimos a la disolución acelerada de la familia en su esquema tradicional, y esto no ocurre porque nos hayamos alejado de Dios ni porque el Diablo esté haciendo de las suyas, sino porque está mandado a recoger el modelo de un hogar en el que un varón imbuido de autoridad y una mujer obediente y sumisa son obligados a permanecer ‘atados’ hasta que la muerte los separe.

Ese paradigma autoritario comienza a fallar desde que la fidelidad se impone como obligación y la contravención a la norma se castiga como si fuera delito, siendo que es de humanos el deseo, que el amor entre dos no se puede decretar para siempre y que la rutina de la convivencia diaria es el veneno que mata primero la pasión, luego el amor, a continuación la armonía y por último la paciencia mutua.

No deja de constituir aberrante paradoja que sean precisamente los que no se casan quienes legislan y deciden sobre lo divino y lo humano en las relaciones de pareja, pese a que son precisamente los que disfrutan del privilegio de no estar sometidos a la fatigosa vida conyugal (con-yugo, ¿sí captan?), la cual en los términos de obligatoriedad en que está planteada se convierte para muchos en un infierno que los atrapa, y del que no se atreven a salir porque lo impide el sentimiento de culpa que una rígida moral judeocristiana les ha inoculado desde la cuna.

Un error histórico de fondo ha estado en creer que la razón de ser del matrimonio es la procreación como mandato divino (“id y multiplicaos”) y la más directa consecuencia de tan absurda práctica es que aumentó la población mundial hasta niveles ya cercanos a la autodestrucción del planeta.

Hoy se advierte como imperativo categórico la urgencia de replantear las relaciones de pareja, de desacralizarlas en cuanto a despojarlas de imposiciones religiosas como la de que siempre hay que tener hijos, pero ante todo de ponerlas sobre un terreno ético, donde la libertad individual y la ausencia de ánimos posesivos sobre el otro (“eres mío”, “quiero hacerte mía”, etc.) marquen la pauta.

Es aquí donde podrían venir a su rescate los poliamorosos, corriente de pensamiento y de acción propiciada por la nueva dimensión de conocimiento que genera la Internet y que propone (contraria a la muy confesional Viviane Morales) una no monogamia consensual y responsable, séase ella heterosexual u homosexual, donde unos y otros posean el derecho a no tener hijos o a tenerlos, o a adoptarlos para darles amor, y se establezcan relaciones románticas o sexuales de carácter no exclusivo y menos posesivo, por la sencilla razón de que es humanamente imposible excluir de nuestros gustos lo que no sabemos si más adelante nos va a gustar o no.

En otras palabras: yo te amo pero no puedo saber si dejaré de amarte o si empezarás a amar a otra persona, y por lo tanto lo más sano será que nos amemos hasta que uno de los dos diga ya no más, respetando siempre la independencia y la libertad mutuas, y sin olvidar de todos modos que lo más bello sería si tú y yo nos amáramos para siempre.

Quizá no se ha ahondado suficiente sobre los peligros que acarrea para la estabilidad emocional la obligatoria convivencia diaria, que por sentido común tiene que conducir a la monotonía y se expresa en actos tan repetitivos como compartir todas las insalvables noches la misma cama y todas las madrugadas el mismo baño, con los mismos olores íntimos y los mismos pelos caídos de quién sabe dónde –y de quién sabe quién- sobre el piso de la ducha. Y es entonces cuando más de uno se pregunta si no habría sido más conveniente para la buena marcha de la relación que desde un principio hubieran acordado que vivirían en el mismo edificio o en el mismo barrio pero no en las mismas cuatro paredes, como hicieron Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, o Mía Farrow y Woody Allen y luego este con su hijastra Soon Yi, 35 años menor que él, en lo que constituye una inusual pareja pero como prueba de que en asuntos del amor no hay nada escrito sobre la Tierra.

Todo lo anterior conduce a la impostergable urgencia de abolir el matrimonio tal como hoy se concibe, para dar paso no a nuevas normas sino a todo lo contrario: a abrir las compuertas hacia una sana y plena libertad en las relaciones de pareja, donde nadie sea dueño del otro y el cariño o el amor no posesivo impongan la parada, de modo que si el amor se extingue no se armen los terribles dramas pasionales que estallan cuando alguien que se creía dueño del otro (o de la otra) se entera de que no era así, y es la propia realidad la que se encarga de aterrizarlo.


DE REMATE: María Isabel Rueda escribió en esta su última columna: “Como registra haber sido editado por la Fundación Indalecio Liévano Aguirre, le pedí a mi eficientísima secretaria que lo buscara debajo de las piedras, para no hablar sin conocimiento de causa”. Al final no consiguió el libro del que hablaba pero no le importó, porque no se aguantaba las ganas de repartir maledicencia, y terminó escribiendo “sin conocimiento de causa”. Ah, y su secretaria quedó como una ineficiente.