miércoles, 14 de octubre de 2015

Quién paga: ¿el violador o la Iglesia?




A raíz de la sanción de 800 millones de pesos que la Corte Suprema de Justicia le impuso a la Iglesia Católica por el caso de dos niños usados como esclavos sexuales por el sacerdote Luis Enrique Duque en Líbano (Tolima), el presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia, monseñor Luis Augusto Castro puso el grito en el cielo, la consideró “una ofensa” y agregó: “¿qué culpabilidad puede haber para la Iglesia frente a una cosa privada de un individuo, que no está de ninguna manera dentro de lo que la Iglesia pide a sus sacerdotes?". (Ver reacción).

La declaración del alto prelado daría para pensar que en esa congregación el abuso sexual es una rareza, y más si compara a los sacerdotes con los maestros cuando pregunta “cuántos profesores no pudieron estar implicados en esto, y jamás se ha dicho que queda castigado el ministerio de Educación o el Gobierno, porque son actos individuales".

Actos individuales, sí, pero hay una protuberante diferencia: a los profesores ninguna autoridad les impide casarse ni tener novia (o novio), mientras que a los sacerdotes sí se les impone el celibato, entendido este como la prohibición de unirse en matrimonio o tener vida sexual.

Equiparar a curas con maestros solo obra cuando ambos ejercen una labor pedagógica pero no en las relaciones que establecen con sus superiores, pues es solo a los religiosos a quienes les aplican una norma ‘contra natura’, para usar un término de la cosecha eclesiástica: la obligación de reprimir un instinto básico.

No hay duda en que si al magisterio también le obligara el celibato se dispararían los abusos en las aulas, porque es solo cuando al deseo no se le permite desahogarse por cauces naturales que el hormonado sujeto se ve impelido a saciar su instinto recurriendo al abuso o a la seducción mediante dádivas o halagos (“el que paga por la peca”), y forzando a su víctima a que mantenga el secreto por la vía de la amenaza o el chantaje.

El sexo es algo humano, demasiado humano, y es la prohibición de su práctica la que en gran medida propicia los abusos. Es por ello que a la Iglesia Católica le cobija gran parte de la culpa frente a algo que se extendió como una pandemia dentro del clero, en todos los continentes, y cuya manifestación más notoria habla de los 25.000 niños y niñas pobres de entre 10 y 15 años que fueron abusados en Irlanda desde 1950 por unos 400 religiosos y religiosas acusados por las víctimas (todos pertenecientes a la congregación de los Hermanos Cristianos); pasando por el caso del mexicano Marcial Maciel, fundador de la Legión de Cristo y protegido por Juan Pablo II cuando se destaparon sus múltiples abusos; hasta el caso “individual” que hoy nos ocupa, el del cura Luis Enrique Duque que tuvo a su cuidado a dos niños de seis y ocho años que al cabo de tres semanas de maltrato presentaban “lesiones en el ano y desgarro en los genitales”. (Ver noticia).

Ochocientos millones de pesos son una suma insignificante para resarcir el daño físico, moral y psicológico causado a esos niños y a su familia de por vida. En lugar de asumir una actitud cristiana de humildad, en lugar de reconocer que –como sentenció la Corte- el delito ocurrió “en razón y ocasión de su función pastoral”, en lugar de pedir perdón a nombre del cura victimario, asombra hasta el escándalo ver que monseñor Castro se declara ofendido porque a su iglesia la obligan a indemnizar con dinero a las víctimas. Ante tan mezquina reacción, vienen a la memoria las palabras de Jesucristo en Lucas 17: “Más le valdría que le ataran al cuello una piedra de moler y lo precipitaran al mar, antes que ofender a uno de estos pequeños”. O como le dijo el Papa Francisco a la periodista Valentina Alazraki: “un solo cura que abuse de un menor, es suficiente para mover toda la estructura de la Iglesia y enfrentar el problema”.

Si de abusos se ha de hablar, el primero es contra los mismos clérigos a los que se les prohíbe casarse y/o tener sexo. Dicen amar a Dios sobre todas las cosas, pero a los sacerdotes y a las monjas les está negado el verdadero amor, el amor a una pareja. Un segundo abuso es el que se comete cuando un bebé es bautizado en el catolicismo o en cualquier otra religión contra su voluntad. Como dijo el eminente médico y científico Richard Dawkins, introductor del término ‘memética’ para referirse a la difusión de ideas y fenómenos culturales como si fueran genes: “no existen niños cristianos sino hijos de padres cristianos, de modo que la imposición de creencias a temprana edad debería considerarse abuso infantil”.

Algún día el debate filosófico y ético tendrá que darse por donde debe ser, por señalar el dañino papel que han ejercido las religiones en el desarrollo de la humanidad, y por denunciar la forma en que domestican las mentes de los ‘fieles’ hasta llevarlos a un estado de esclavitud mental donde erigen a un ser todopoderoso que vigila hasta los pensamientos de la gente, al que deben dirigirle abyectas ‘súplicas’ e invocar su misericordia (“ten piedad de nosotros”) y del que se autonombran representantes en la Tierra para pasarla bien rico a costa de sus ‘rebaños’.

No he de negar que la mayoría de sacerdotes y miembros de la jerarquía católica cumplen de buena fe su misión pastoral, pero mientras a los abusadores lobos con piel de oveja les llega el castigo divino –cuya espera por cierto ha sido vana desde los tiempos de la Santa Inquisición- es hora de reflexionar no solo en torno a si la Iglesia debería indemnizar a las víctimas de sus curas violadores (¡por supuesto que sí!), sino sobre la conveniencia de derrocar estructuras obsoletas de poder para remplazarlas por el imperio de la razón y el sentido común. Solo así será posible abrirle paso a un estado sano de salud mental para las generaciones venideras, ya que las nuestras y las antepasadas llegaron y se irán contaminadas por la imposición de una autoridad eclesiástica irracional, abusiva y mandada a recoger.

DE REMATE: Llegará el día en que si la Corte Suprema lo juzgara por su participación en la masacre de El Aro, ahí sí aplicarán eso de “lo que es con Uribe es conmigo”. Pero no los borregos que salen a la calle con el letrerito de marras, no, sino los que tienen las armas… y las mañas.


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